martes, 27 de marzo de 2012

INJURIA / Apegé (Álvaro Pérez García)



1) EL LIBRO

Un niño se deja caer cuesta abajo a toda velocidad, parado en los pedales de su bicicleta. El juego es vencer el vértigo, el miedo. El secreto está en abrir la boca y gritar desde el fondo de las entrañas.

Ese grito redentor es recuperado ahora por el hombre para fisurar su rutina de periodista hastiado por noticias que son siempre la misma noticia y que amordazan lo que clama por ser dicho. Al acecho de ese saber esquivo el protagonista quedará expuesto y confrontará su inquietante mundo velado: el de los hombres que se buscan en la noche, que se aman, que se traicionan.

Apegé, como su personaje, conjuga el verbo saber de forma implacable. Su saber desborda la evocación de la infancia de un solo hombre.

Si aceptamos como axioma que describir la propia aldea es describir el mundo, por qué no creer que decirse es también decirnos a todos.




2) EL AUTOR

Apegé (acrónimo de Álvaro Pérez García) nació en 1974 en el departamento de San José, Uruguay. Vivió toda su infancia y parte de su adolescencia en el campo. A los 14 años se mudó a la capital departamental y a los 18 a Montevideo.

Estudió cuatro años en la Facultad de Derecho. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de la República.

Desde 2004 trabaja en el semanario Brecha, donde ha sido periodista, editor e integrante del Consejo de Redacción. Actualmente vive en Argentina y cursa la maestría en Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Injuria es su primer libro.




3) ENTREVISTA (por Criatura editora)

¿Cómo fue el proceso de esta, tu primera novela?
La odié, la abandoné, la retomé. Fue un trabajo muy doloroso de al menos tres años. Doloroso porque estaba muy conectado emocionalmente con la materia del libro, muy cerca del personaje. Pero a la vez estaba el desafío de crearle un mundo al protagonista, de hacerlo literariamente valioso, de armar una estructura que respondiera a su peregrinaje psíquico, de trabajar el lenguaje. Dudé sobre su valor hasta el día que entró a imprenta. Ahora ya no hay remedio.

¿Cuánto de autobiografía contiene "Injuria"?
Tiene bastante de mí, mucho de inventado e historias o situaciones robadas, pero en realidad eso es lo que menos debería importar. Pienso que actualmente hay una obsesión, cuando hablamos de esa categoría que ha venido a llamarse “literaturas del yo”, que se detiene demasiado en saber si existe una correspondencia entre el autor y lo creado. Lo que debería importar es si esas letras conmueven, hacen pensar las cosas desde otro punto de vista, nos atraviesan de alguna forma, si esas letras, en fin, huelen a verdadero y son valiosas literariamente. Un lector me escribió al respecto:
No importa donde se cruza ficción y biografía, la gracia es que en ese cruce se dice la verdad clara y rotunda. Aunque esto parezca muy viejo, muy siglo XIX, solo vale la pena leer lo escrito con verdad”.

¿Cuál es el precio de desarrollar un tema muy poco tratado por la literatura uruguaya?
Aún no he pagado ninguno pero quizás el enfoque del libro no corresponda con los discursos hegemónicos alrededor de la homosexualidad. Parece que hemos pasado del ocultamiento y la culpa, de la discriminación y los golpes, por arte de aparato discursivo, a la “normalización” de la llamada “diversidad sexual”. Creo que en Uruguay nos salteamos una etapa, precisamente la de narrar el dolor. Eso ahora está mal visto: los homosexuales somos iguales ante la ley, iguales ante los otros humanos; nos queremos casar, tener hijos, heredar, consumir, somos todos perfectamente iguales. En pos de no marginalizar y de que la sociedad acepte rápidamente lo “distinto”, se sacrifica alguna que otra verdad. ¿Cuál es el problema con asumir la promiscuidad, o el estar fuera de la norma en algunos aspectos? O con decir que aún nos siguen golpeando y que tras la apariencia de integración, esta sociedad sigue siendo reaccionaria y discriminatoria.

4) CRÍTICAS

Injuria es un libro que excede en mucho su circunstancia. El personaje es homosexual, pero podría haber sido prostituta o drogadicto, ex convicto o indigente. O cualquier otra circunstancia exterior o interior que margine, señale y victimice. Así, la universalidad de Injuria radica en que es un libro sobre el sufrimiento. Sobre el sufrimiento propio, pero también sobre el de los demás. “Hola, mundo cruel”, parece decir el personaje, poniendo siempre la otra mejilla. Un mundo donde los victimarios no llegan a atisbar que también son víctimas, que el sufrimiento infligido es también sufrimiento propio, desplazado. Hay, sin embargo, un deseo de redención y una esperanza de redención. No solamente de sí mismo, sino de la humanidad toda. Como si el haber sufrido lo suficiente pudiera ahorrar el sufrimiento de los demás.

María José Santacreu, semanario Brecha.

Absolutamente audaz en la elección de no caer en sentimentalismos o en victimizaciones excesivas (aun en descripciones de momentos realmente violentos sufridos por el protagonista), la novela planta una bandera importante en la línea de nuestra escritura gay. El deseo carnal desmesurado y el sexo como fiesta liberadora no es patrimonio exclusivo de los heterosexuales, más allá de lo que hasta ahora registraba la literatura uruguaya.

Diego Recoba, La Diaria.


5) VIDEO


Presentación de INJURIA en el Viejo Bar Paysandú

http://www.youtube.com/watch?v=3XOJ5Gx4rII



6) COMPARTIMOS LAS PRIMERAS PÁGINAS DE INJURIA:

La furia

Tengo 35 años y me miro desconfiado en el espejo del baño cuando voy a fumarme un cigarrillo a escondidas. No soy viejo, me dicen, pero yo me siento viejo y ayuda a esa sensación la imagen que el espejo me devuelve: se me cayó el pelo, tengo una barriga llena de whisky semibarato que no corresponde con mi cuerpo enjuto, las bolsas de los ojos me han crecido casi sin que lo notara. Pero quizás no sea la imagen física lo que me da esa certeza de senectud, sino más bien la sensación de que ya perdí, de que ya me inventé y no me agrada lo inventado. Siento que todo lo que hice de mí fue para llegar hasta este punto: mirarme al espejo y repudiar al hombre que veo. Solo ansío que llegue la noche y servirme un whisky que aplaque esta insatisfacción perpetua, alojada vilmente en el centro de mi vida. Esta falta de asombro que disfrazo con enorme asombro.

Veo un niño en la calle y finjo, veo una anciana bella y miento, es más cierta la idea de una emoción que un atisbo de emoción verdadera. Soy un actor de mi propia vida. Discuto fervientemente, pretendo que me arrastre un manto de hojas ocres sobre las calles en otoños cálidos, intento que los amigos de años me acompañen. Pero nada en verdad me asombra. Hace años que nada en verdad me asombra. Transito como si fuera el personaje de alguna película. Me autocomplazco con una ficción. Alguien sueña con un hijo y yo lo festejo, alguien dice futuro y yo redoblo la apuesta. No quiero arruinarle la expectativa a nadie, pero me he convertido en un preso psicológico del revés de mi discurso. Solo a veces me emociona un cuerpo joven y las ganas ciertas que tiene de devorarse el mundo.

Debo volver a la redacción y acomodar la cara, seguir redactando noticias que le importan al mundo. Miro alrededor y estoy rodeado. Tenemos las neuronas aplastadas desde hace un siglo. Repetimos como púas empastadas en un disco los mismos números y estadísticas, ministros y militares, crímenes, discursos sacados de manuales para primeras ideologías, el tedio feroz por el mundo, el odio perfecto a las palabras que nos dan de comer. La sangre de los otros nunca pasa por nuestra sangre. Somos militares de la oración, del punto y la coma, de la cita. Las sillas son cómodas y reclinables, las computadoras tienen la velocidad de la última generación, estamos cableados hasta las narices con las mil agencias internacionales del mundo, el café puede servírselo uno solo apretando un botón. Todo funciona. Busco en los mismos portales y a través de las mismas fuentes algo o alguien que me ahorre el trabajo de decir algo propio. Para qué. Ya sé de antemano que toda historia distinta (la de cualquier hombre) no vale si no está cargada de sangre o dinero. No valen los que trabajan si no sufrieron un accidente, no valen las mujeres si no fueron golpeadas por un matador, no vale la vida en la tierra si no fue arrasada por un huracán. Las papeleras, la máquina de café, el aire acondicionado, la sala de reuniones, el escritorio perfecto (y la empleada que cada día lo limpia), los teléfonos directos a los diputados y jerarcas, el jefe que promete ascenderme. Todo me ahoga. Voy a estallar si no digo pronto una palabra mía.

Debo llamar a un mando medio de una burocracia inaprensible, hacerle un par de preguntas que parezcan incómodas, seguir el juego para que él y yo nos ganemos el sueldo. Hoy, ¿de qué se trata? ¿De los pobres, de las reformas en curso, de la inauguración de una plaza pública? Hago el trabajo de rigor (en qué consiste el plan, lo acusan de demagogo, cuánto le cuesta esto a la comunidad, hasta luego, mantengamos el contacto) y lo redacto, luego vuelvo a mí. A esperar en una parada el ómnibus que me lleva a mi whisky y a un poco de silencio, a esperar infinitamente un milagro.